Ni un solo día de tregua

Esos a los que Carlos Salinas de Gortari sedujo, “apapachó” y mantuvo —a punta de privilegios, prebendas y generosas tajadas del presupuesto público— cerca de él en sus giras internacionales y en los pasillos de Los Pinos.

Los que, pese a la insurrección zapatista que puso en evidencia los crímenes del régimen, al colapso económico provocado por el “error de diciembre” y a la conversión —con el Fobaproa— de una monstruosa deuda privada en deuda pública que pagamos todas y todos, fueron tolerantes y solidarios con Ernesto Zedillo.

Quienes, entusiastas, promovieron el voto útil y aplaudieron —cegados por la vana esperanza del cambio— la llegada de Vicente Fox para terminar avalando el fraude electoral de 2006 en el que el guanajuatense, ese traidor a la democracia, metió descaradamente las manos.

Los autores de la guerra sucia. Los que se creyeron aquello del “peligro para México”. Los que pedían y piden todavía “mano dura”. Aquellos que se quedaron empantanados en el más rancio anticomunismo.

Las y los sedientos de sangre.

Los que aplaudían a Calderón cuando mandaba a los jóvenes a matar y a morir en una guerra de antemano perdida.

Los acólitos que, a punta de montajes y lisonjas en los medios, hicieron de Genaro García Luna un héroe policiaco.

Las y los que, en ese mismo sexenio, suscribieron solemnemente el “Acuerdo para la cobertura informativa de la Violencia” que fue, en los hechos, un pacto de silencio ante los crímenes de lesa humanidad perpetrados por el Estado.

Las y los que saludaron exultantes el “Pacto por México” y veían a Enrique Peña Nieto como un gran reformador.

Las y los mismos que defendieron la llamada “verdad histórica” en el caso Ayotzinapa y se convirtieron, al hacerlo, en encubridores y cómplices de los criminales.

Esas y esos opositores políticos, oligarcas y líderes empresariales, intelectuales, académicos, líderes de organizaciones de la llamada sociedad civil, columnistas y presentadores de radio y televisión que fueron tan complacientes con el régimen neoliberal, jamás le concedieron ni siquiera el beneficio de la duda a Andrés Manuel López Obrador.

Ni un solo día de tregua le han dado en todo su mandato pese a la indisputable legitimidad de la elección en la que resultó victorioso y al amplísimo respaldo popular con el que cuenta.

Rabiosos y resentidos se empeñaron desde el primer día en destruirlo política y personalmente. Intentaron por todos los medios desprestigiarlo, frenar sus iniciativas y las obras de infraestructura —que en cumplimiento de lo prometido en campaña y para beneficio del pueblo— emprendió.

Ni en la pandemia, cuando había que actuar unidas y unidos contra ese mal, dejaron de mentir, de calumniar, de lanzar campañas para confundir a la población.

Mentira que les preocupara la gente; sepultado bajo una pila de cadáveres —vaya afán criminal y suicida el suyo— querían ver al Presidente.

Lo mismo sucedió con el huracán Otis.

Nada les encabrona más que se atienda con prontitud a las víctimas; que se salven vidas. Son como diría Jaime Sabines, a propósito del cáncer que mató a su padre: “padrotes de la muerte”.

Que se hunda el país entero desean si con él se hunden López Obrador y la cuarta transformación.

Transferirán este odio patológico, de clase le dirían algunos, a Claudia Sheinbaum Pardo.

Han perdido la batalla política en las calles, en las urnas y hasta en los tribunales; el pueblo no los quiere de vuelta, no les cree un carajo y ellas y ellos no creen en el pueblo ni lo quieren.

Ellas y ellos no dan ni darán tregua a Andrés Manuel que no la pidió jamás como, tampoco, lo hará Claudia. Desmontar las mentiras, exhibir a los calumniadores es un deber revolucionario ineludible; así se forja la conciencia colectiva.

Vendrán paros, campañas en los medios, desplegados como el del Consejo Coordinador Empresarial llamando a violar la Constitución y a burlar la voluntad popular. Están en su derecho, nada se hará en su contra, pero se toparán de nuevo con pared.

Rabia sin eco será la suya.

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